A mí, leer las aventuras de Astérix y Obélix me da hambre. Puede que sea porque las asocio al recuerdo de las meriendas de mi infancia: volver del colegio, asaltar la nevera y devorar un bocadillo leyendo un cómic, a esas edades resulta difícil imaginar un placer mayor… Pero no se trata solo de eso. Las historias imaginadas por Goscinny y Uderzo hablan de unos personajes que no piensan más que en comer y para los que cualquier excusa es buena para sentarse en torno a una mesa. Parece claro que la descripción es tan válida para los galos del pasado como para sus descendientes actuales. Basta con recordar el banquete final con el que se cierran casi todos los álbumes de la serie para comprender que las aventuras de los dos héroes son poco menos que una excusa para tener algo que celebrar. Así que supongo que es normal que, para mi impresionable mente preadolescente, la lectura de Astérix estuviera necesariamente asociada a la comida.
Eso sí, como buenos franceses, los autores diseñaron un poblado galo a imagen y semejanza de sus compatriotas contemporáneos: orgullosos, aficionados a los juegos de palabras… y terriblemente chovinistas en lo que se refiere a sus costumbres culinarias. Muchas de las aventuras de Astérix y Obélix consisten en un viaje en el que se nos presentan de forma irónica los tópicos más comunes de cada uno de los países visitados, sobre todo los gastronómicos. Y, como era de esperar, todos salen perdiendo respecto a la cocina gala: los británicos con sus anodinas carnes hervidas y su salsa de menta; los hispanos, como el impagable Sopalajo de Arriérez y Torrezno, con sus platos grasos repletos de aceite de oliva; y, sobre todo, los romanos, con sus extravagantes preparaciones, que incluyen ingredientes repulsivos como tripas de oso, ojos de arenque o cola de castor. Como cualquier turista contemporáneo estrecho de miras, los protagonistas pasan la mayor parte de cada uno de sus viajes añorando la comida de su pueblo y buscando refugio en la primera taberna gala que encuentran a su paso.
Llevando al extremo esta idea, podría pensarse que la poción mágica, el brebaje que garantiza la superioridad de los galos frente a sus enemigos y los hace invencibles, no es más que una metáfora de la cocina francesa… El mejor ejemplo de este mal disimulado orgullo por el patrimonio gastronómico nacional es La vuelta a la Galia de Astérix, un recorrido a mayor gloria de manjares como el vino de Burdigala (Burdeos), la bullabesa de Massalia (Marsella) o el jamón de Lutecia (París), en el que incluso fue necesario recortar algunos episodios porque la imaginación del guionista Goscinny había rebasado los límites de lo que podía ser contado en un solo álbum. En favor de los autores, hay que reconocer que el esfuerzo por dar protagonismo a los platos típicos en cada uno de los viajes de los dos héroes no se limita solo a ejemplos franceses: también hay homenajes al queso de Gruyère en Astérix en Helvecia, a la cerveza en Astérix y los godos, a los dolmas en Astérix en los Juegos Olímpicos o al caviar en Astérix en la India.
Todo ello forma parte del gran trabajo de documentación realizado por el guionista René Goscinny al preparar cada álbum; pero no hay que olvidar que estamos hablando de un cómic, así que conviene no tomar algunas cosas al pie de la letra. Por ejemplo, Astérix y, sobre todo, su orondo compañero Obélix (probablemente el único obeso que ha llegado a protagonizar un tebeo), consideran el jabalí asado como el más delicioso de los manjares, esencial en cualquier menú, pero parece que la realidad histórica era muy distinta: la base de la alimentación gala estaba formada por la carne de buey, el cerdo y los cereales, acompañados de cerveza, vino e hidromiel; también se consumían embutidos y, en el caso de la aldea de Astérix, situada en la costa armoricana, probablemente también pescado. Casi nada de todo ello aparece en los cómics, aunque era habitual que Goscinny y Uderzo sacrificaran el rigor histórico en beneficio de la trama: sus historias están salpicadas de anacronismos, como la referencia a las patatas o a la piña quince siglos antes de que fueran traídas de América, o el uso de azúcar cuando el único edulcorante conocido era la miel.
Algo más realista es la idea del banquete final con el que se cierran las aventuras, aunque los auténticos debían de ser muy diferentes de la ceremonia de hermanamiento y exaltación de la amistad que se nos presenta en los cómics; ciertamente, se comía y se bebía en abundancia, pero los caudillos celebraban estos banquetes para demostrar su poder y su riqueza. En el caso de la aldea de Astérix, el buen jefe Abraracurcix mandaba más bien poco, así que el gran festín no era más que el único final imaginable tanto para un galo del siglo I a. C. como para cualquier francés de nuestros días: en torno a una mesa y rodeado de amigos.
* David Gippini es traductor especializado en humanidades y gastronomía. Ha traducido más de una docena de obras, en su mayoría cómics, como A noite do Inca, Os cinco narradores de Bagdad o Historias de Mestre Raposo, entre otros. Y lo más importante para nosotros: admite haber devorado «hasta tres y cuatro veces» todos los cómics de Astérix y Obelix. Y se nota.