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Un mar nos une, un alimento nos separa (II): la porcofilia en el Mediterráneo

16 Jul

Corría el año 1248. La séptima cruzada ponía camino a Jerusalén capitaneada por el rey Luis IX de Francia. Miles de hombres, armas y barcos constituían su ejército, pero, en las bodegas, el rey guardaba su arma secreta más poderosa: toneladas de carne de cerdo y tocino con la que suministraría a sus soldados fuerzas suficientes para librar tan duro combate. Sin embargo, Luis IX se olvidó de un pequeño detalle: las asfixiantes temperaturas de la zona, que suponían un estupendo caldo de cultivo para que la carne de cerdo desarrollase enfermedades mortales. Al parecer, el rey católico desconocía ese hecho y, al llegar a Egipto, no hizo falta desenvainar las espadas: las enfermedades derivadas del consumo del cerdo en mal estado diezmaron su ejército. En un noble gesto, el rey egipcio permitió al ejército derrotado conservar sus víveres, con una excepción: la carne de cerdo que, según las crónicas, tardó tres días en ser consumida por el fuego.

La historia, en este caso, dio la razón a Mahoma (y a Marvin Harris). Sin embargo, lejos de temperaturas extremas y parajes desérticos, la experiencia con los cerdos de los pueblos del Mediterráneo norte había sido muy distinta hasta entonces. Tres causas podrían explicar su éxito: su perfecta adaptación al clima y geografía de esa zona; su capacidad, gracias a su apetito indiscriminado, de transformar en carne residuos que de otro modo serían inservibles; y la posibilidad de proveer al ser humano de proteína y grasa, elementos esenciales para desarrollar trabajos físicos. Junto a estas razones, sobresale una última: su capacidad de abastecer a toda la escala social. Desde los mandatarios y reyes, que podían degustar su carne fresca en opulentos asados y las piezas más selectas conservadas en salazón, hasta las clases más bajas, que debían conformarse con los despojos, la sangre y trozos menos nobles embutidos en las tripas del animal. O con el aroma que proporcionaban las grasas del cerdo con la que se cocinaban alimentos pobres en calorías.

historico

Ven, cerdito, que ya verás el mes que viene… Panteón de los Reyes de León.

Tanto del uso intensivo del cerdo como de su “reparto” por la escala social se tiene constancia desde Grecia y Roma, donde las crónicas hablan de embutidos como la lucanica (longaniza) y el salsicius (salchicha), así como de los excelentes jamones que se fabricaban en Cerdeña. Con la llegada del cristianismo a la zona y especialmente durante la Edad Media, el cerdo estuvo en el ojo del huracán en la relación entre judíos y cristianos, pues su consumo era la prueba de una verdadera conversión. Los judíos conversos (llamados en España “marranos”) se esforzaban por demostrar su fe sustituyendo la carne del cordero y ternera en su adafina (antecedente del cocido) por carne de cerdo. En el lado cristiano, puede hablarse de una verdadera santificación del cerdo, al que incluso le consagraron un santo, San Antonio, que en algunos lugares era llamado el santo “del cerdito”. Socialmente el cerdo tuvo durante siglos una importancia clave en el calendario de las fiestas y en el folclore. Su papel en la vida cotidiana fue tan destacado que incluso en cierta región occitana se le trataba como el verdadero señor de la casa… hasta San Martín, claro. Su importancia en la gastronomía del Mediterráneo europeo fue tan grande que en los siglos XV y XVI encontramos una destacada mención en los dos recetarios más importantes de la época en España: el Llibre del Coc de Rupert de Nola y el Arte cisoria, de Enrique de Villena. Para la literatura de la época tampoco pasó desapercibido y lo encontramos así protagonizando la famosa lucha entre Don Carnal y Doña Cuaresma en el Libro del Buen Amor del Arcipreste de Hita.

El descubrimiento de América fue esencial también para el consumo de carne de cerdo en Europa, gracias a dos aportaciones: el maíz, que se erigió como el alimento de engorde predilecto para los cerdos, y el pimentón, que revolucionó el mundo de los embutidos. Las referencias a su consumo son constantes en la literatura del Siglo de Oro: En El Quijote, se dice de Dulcinea del Toboso que tenía “mejor mano para tallar puercos que otra mujer de La Mancha”, y en el Lazarillo de Tormes, Lázaro recibe una sus innumerables palizas por tratar de engañar al ciego cambiando una longaniza por un nabo. Incluso los médicos de la época reflexionan sobre su importancia y, curiosamente, sobre su parecido con la carne humana. Juan de Aviñón, en su Sevillana medicina, llega a afirmar, citando a Galeno, que en algunos lugares “dieron carne de hombre a cozer en lugar de puerco que semejava todo carne de puerco”.

Ya en los siglos XIX y XX, la totalidad de los productos del cerdo alcanzan la gloria en este lado del Mediterráneo. Gastrónomos tan importantes en España como Ángel Muro, en su Practicón (1884), o Emilia Pardo Bazán, en La cocina española antigua, le dedican grandes alabanzas. En Francia, destaca la publicación en 1825 del Traité de la charcuterie ancienne et moderne de Louis-François Drone, y las menciones sobre este animal de Grimod de la Reynière o Alejandro Dumas, en su Grand Dictionnaire de la Cuisine. Pero también en la edad contemporánea su consumo sigue estando condicionado por la clase social. Así, por ejemplo, en el cocido, plato omnipresente en la España del siglo XIX y buena parte del XX, la presencia o ausencia del cerdo se convierte en todo un símbolo del poder adquisitivo. El cerdo, en el cocido de los pobres, sólo se asoma… literalmente: durante décadas existió en España la figura del comerciante ambulante que recorría las casas más pobres con un hueso de jamón atado a una cuerda. El hueso se introducía en el agua el tiempo que comerciante y ama de casa hubiesen acordado. Cuanto más dinero, más tiempo y más sabor para el cocido…

Detalle de El Jardín de las Delicias, de El Bosco. Finales del siglo XV.

El cerdo parece ser pues un objeto de deseo constante en la historia del Mediterráneo europeo. Sin embargo, para no faltar a la verdad, también habría que decir que este idilio no ha estado carente de importantes sombras a lo largo de la historia. El arte, como tantas veces, nos da algunas pistas: en los bestiarios medievales, el cerdo aparece a menudo como alegoría de la lujuria y la gula. En el famoso cuadro de El Bosco El Jardín de las Delicias vemos cómo un cerdo, vestido con una toca de abadesa, se abalanza sobre un hombre desnudo y le obliga a firmar un papel, en lo que se ha interpretado como una feroz crítica contra la avaricia de la Iglesia. Y ya quedándonos en nuestro tiempo, el cine nos devuelve esa sombra de desconfianza que parece planear en nuestro imaginario colectivo contra el cerdo: el fatídico embutido de la italiana Mortadela (Mario Monicelli, 1971), el duelo a jamonazo limpio de la española Jamón, jamón (Bigas Luna, 1992) o la “sospechosa” carne de cerdo de la francesa Delicatessen (Jean-Pierre Jeunet y Marc Caro, 1991) nos ponen en alerta. Quizás si Luis IX hubiera visto estas películas, la historia habría tenido otro final.

delicatessen

Jeunet y Caro, dando la razón a Juan de Aviñon unos siglos después.

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